Junio de 2007.
Aeropuerto de Porto Alegre, Brasil.
Es la madrugada.
Faltan tres horas para que salga el avión, y las salas de espera están llenas de personas transpiradas, que cantan y sonríen y se abrazan aunque no se conozcan. Visten, todas, alguna prenda azul y amarilla.
Boca Juniors es, por sexta vez, campeón de América.
En un rincón conversan un hombre y una mujer. Hasta hace cinco minutos no se conocían. Él le dice que cuando su hijo crezca va a poder escuchar la historia de esa noche gloriosa en campo de Gremio.
Ella sonríe. Le pregunta cómo se llama su hijo.
Él responde que su hijo no tiene nombre todavía. Va a nacer dentro de cinco meses. Todavía no se sabe si será hijo o hija.
Ella, entonces, reformula la pregunta. ¿Cómo se va a llamar?
Si es varón, ¿cómo se va a llamar?
Él no duda. Si es varón, se va a llamar Román.
Ella sonríe de nuevo. Respira y lo mira a él como si necesitara pedirle disculpas por lo que va a decir.
Él se impacienta. ¿Qué pasa?
El diálogo se interrumpe, y se convierte en monólogo. Él escucha atento, inmóvil, conmovido.
Ella dice:
Mi hijo nunca podría llamarse Román.
Hay nombres que se adhieren a las personas como si fueran la propia piel. Los lectores saben que Macedonio, Felisberto o Alfonsina corresponden a ciertas personas y a ninguna otra. Esos nombres pueden ser usados por otras personas, claro, pero definen tanto a aquellas que es difícil que los nombres, en los otros, suenen naturales. Parecen forzosas búsquedas por denominar a alguien con palabras que ya son de alguien más. Si mi hijo se llamara Román, ese nombre sería, para mí y para siempre, el de mi hijo. Uno tiene un hijo y el nombre remite a él y solo a él, porque uno tiene un hijo y ya nada existe en el mundo, porque para los padres un hijo y una hija son todo y fuera de ellos no hay nada. ¿Cómo hacer para quitarle toda la fuerza de su significado a un nombre que remite a un caño, a un gol en el ángulo, al llanto en una tribuna, al abrazo con un tipo que ni siquiera conozco? ¿Cómo trasladar a otra persona un nombre que tiene el peso de tantos años de amor, de pura emoción por disfrutar la belleza de un juego que nos conmueve y nos afecta en lo más hondo de nuestros pensamientos? ¿Cómo hacer para decir “Román, vení a la mesa, que ya está la comida”, si Román es otro, es único, es dueño eterno de su nombre y su camiseta? ¿Cómo pensar en Román sin nombrarlo? Por eso, mi hijo nunca podría llamarse Román.
Él llora. La abraza y se aleja.
No sabe si su hijo podrá tener alguna vez ese nombre de cinco letras.