Omar camina con las manos en los bolsillos. Ya está oscuro. Hace frío en Cisjordania la noche del 14 de diciembre de 2008. Pero Omar ya dejó atrás el obstáculo más difícil: afortunadamente, solo perdió las dos horas previstas esperando en el check point. Un carraspeo, la entonación equivocada, abrir o cerrar un ojo más allá de lo recomendable, o el simple mal humor del policía israelí, podrían haberlo dejado retenido ahí por varias horas. Pero no fue así, y enciende un cigarrillo como íntimo festejo. Le queda media hora de caminata para llegar a Ramallah. El viento seco hace que el cigarrillo se consuma rápidamente. Piensa en encender otro, pero prefiere reservarlo.
Ya en la ciudad, hay ciertos lugares en que el alboroto es demasiado grande para un domingo en la noche. Se dirige al restaurante de Nazim. Afuera del local se ve movimiento, gente que discute, algunos gritan, otros gesticulan con las manos al cielo. Incluso hay insultos. Pero Omar no se preocupa porque él ya tiene su entrada en la mano. Se abre paso, firme pero respetuosamente, entre los que reclaman en la puerta.
El lugar está lleno. Se lamenta haber llegado tan tarde. Tendrá que ver el partido de pie, apoyado en la pared. Sin embargo, cuando Rubén Selman da el pitazo inicial, todo se olvida. Varios sacan sus camisetas: reina indiscutidamente la 25 de Bishara. Omar no lo puede creer cuando el paisano Selman cobra penal para Colo–Colo y expulsión del arquero Felipe Núñez. Gol de Lucas Barrios. No alcanza a entender los insultos en castellano que lanza un anciano enardecido sentado en primera fila. Pero se los imagina. La mayoría putea en árabe. Y después, cuando Selman lo expulsa a Bishara, Omar se enfurece de verdad. Que te robe un paisano es algo que no se puede creer.
Palestino está con nueve. Enfocan, de vez en cuando, la pequeña hinchada árabe, arrinconada en Pacífico Lateral, en un estadio teñido de blanco. Ellos tienen fe. Omar se contagia con un contragolpe del Paco Ibáñez que ataja Muñoz. Ya están todos de pie. El humo ha formado una neblina que dificulta la visión de la pantalla que está al fondo, pero de todas formas, se ve. El público sigue fumando desaforadamente. Quedan solo diez minutos. Y gritan, todos le gritan al Paco Ibáñez que, olvidándose de los calambres, la agarra en la mitad de la cancha y con una media vuelta deja a Luis Mena botado en el suelo, y se va con pelota dominada a encarar a Miguel Riffo y engancha hacia la izquierda para romperle las caderas y ahora queda solo frente al Tigre Muñoz y define abajo, al primera palo; y Omar se vuelve loco, se pone a saltar exigiendo su garganta hasta romperla y abraza y besa a todo el mundo. Habían logrado un empate heroico en la primera final. Todavía quedaba el partido de vuelta, pero esa es otra historia.