Carlos se había ganado el respeto del grupo porque tenía una pierna izquierda goleadora. Dany era el mayor de todos ellos, lo que le facilitaba cierto dominio para tomar decisiones. Ambos solían ser los ‘capitanes’. El resto, esperaba de pie como quien aguarda su nombre en un alistamiento militar con el deseo de dar un paso al frente. Uno a uno, los chicos iban cayendo a los dos bandos, siendo seleccionados para armar, un viernes más, el partido semanal entre amigos de Casarrubuelos e Illescas (dos pueblos ‘vecinos’ en las cercanías de Madrid). Hay pelota, hay suficientes jugadores y el sol hace admitir que la jornada puede ser intensa, pero varios chicos alzan la voz. “No me gusta y lo digo siempre. No me voy a poner de portero”, asegura uno de ellos mientras todos le recriminan. “Yo nunca porque ya me he roto un dedo y no quiero que me pase otra vez”, recalca un segundo. “Tú no, que eres muy bajito y no pararás ni una por alto”, reclaman otros.
Tan habitual como siempre, uno de los equipos es incapaz de decidir quién será el portero. Cualquier excusa vale, cualquier mentira evitará que te pongas los guantes y cualquier pasividad al respecto puede hacer que otro acabe por ser el tristemente elegido. Uno coge las gafas para constatar que no puede arriesgarse a recibir un pelotazo en la cara, otro desaparece rumbo al servicio para apaciguar los ánimos unos minutos que pueden resultar determinantes y otro no hace sino repetir la misma frase de negación temiendo que, por su fragilidad ante los demás, va a terminar siendo el elegido. Es más, pocos se han salvado de la ‘prueba’ que indica que aquél que toque el último el larguero en una carrera improvisada, tendrá que pagar su lentitud viviendo en el área. La escena se repitió tantas veces en cada rincón del planeta durante tantos años, que los automatismos de cada niño han creado una conexión vilmente negativa hacia el rol del portero. Nadie quiere acercarse por allí. El inicio se alarga, los nervios van en aumento, la conversación acaba por perderse en críticas y la pelota se cansa de esperar. Solo hay una solución posible, que uno de los futbolistas acabe por colocarse bajo palos.
Un chico rubio, espigado y muy liviano que había estado callado en el fondo porque no le dejaban hablar, toma la responsabilidad con serenidad mientras sus compañeros de equipo insisten y le repiten que sería mejor que jugara de delantero, allí donde siempre marca diferencias: “El otro día marcaste muchos goles. Si queremos ganar, tienes que estar arriba”, repiten. Pero David, ‘el rubio’, inteligentemente manda empezar el partido de una vez por todas: “Cuando en los partidillos del barrio todos elegían quienes quieren tener como compañeros en su equipo, yo siempre era el que evitaba problemas mayores porque nunca nadie quería ponerse en la portería”, recuerda hoy, unos quince años después de aquellas tardes previas al fin de semana. “Yo les paraba y decía que me ponía yo. Se me daba bien, me gustaba y te aseguro que algún problema que otro sí he solucionado gracias a eso”, sonríe tímidamente ese rubio, espigado y tranquilo ‘niño’ a sus 24 años. Ayer, el chico que apaciguaba nervios en el hábitat donde nadie los mantendría en paz. Hoy, el portero del Manchester United, el guardameta de la selección española durante los próximos años y el arquero más cotizado del mercado en todo el mundo: David De Gea.