Y es que el epicentro de los males que afectaban a la Canarinha era el propio Joao Saldanha. Existía un divorcio manifiesto entre el seleccionador y la estrella futbolística del país, pero también con el gobierno. Saldanha fue un incordio para el poder desde el mismo momento en el que se sentó en el banquillo de la selección. Brasil se encontraba sometido bajo una dictadura militar desde el golpe de estado de la noche del 31 de marzo de 1964. Saldanha era un comunista, activo y, lo más peligroso para el gobierno, popular. Su elección era confusa desde el punto de vista político, pero también desde el deportivo. Apenas contaba con experiencia en los banquillos y, además, llevaba diez años sin sentarse en uno. Se dice que Joao Havelange apostó por él, confiando en que al ser periodista, los medios de comunicación serían afines a su figura y no recibiría críticas. Havelange no debía de conocer a muchos periodistas cuando tuvo aquella idea. Pocos seleccionadores han sido tan atacados por la prensa como Saldanha. Tampoco caía demasiado bien entre sus compañeros de profesión, quienes le veían como un invasor. Su enfrentamiento más celebre lo vivió con Dorival Yustrich, entrenador del Flamengo, al que llegó a amenazar pistola en mano después de que éste le hubiera criticado.
Pero más allá de las locuras, antipatías o roces personales con alguno de sus jugadores, el principal problema de Saldanha eran sus creencias políticas. La relación era insostenible. Conforme se acercaba la celebración del Mundial, al gobierno militar le irritaba cada vez más la idea de que un comunista levantara la Copa Jules Rimet para Brasil. Desde el poder se orquestó una estrategia para provocar su salida de la Seleçao. Se inició una conspiración que buscaba desacreditar públicamente la figura del seleccionador y robarle la popularidad. Se contaba incluso con ‘agentes dobles’ infiltrados en el propio cuerpo técnico de Saldanha. El preparador físico, Claudio Coutinho, era afín al gobierno y dinamitaba al seleccionador desde dentro. Pelé, por su parte, representaba otra herramienta comercial perfecta para contrarrestar el afecto del pueblo a Saldanha. El caldo de cultivo encontró su punto culminante faltando tres meses y medio para el Mundial. El empate contra el Bangú supuso la excusa perfecta para ejecutar a Saldanha. Los internacionales -todos menos Pelé- se unieron para evitar la destitución, pero la decisión ya estaba tomada. La conspiración alcanzó su objetivo. Saldanha ya era historia.
Mario Zagallo ocuparía su puesto. La federación apostó por un hombre cómodo para el poder y para los propios jugadores. Ejercería un papel cohesionador que supo interpretar a la perfección. El ‘Lobo’ evitó pisar el fango en cualquier terreno. No se pronunció en cuestiones políticas ni se enfrentó a sus jugadores. En el vestuario de la selección se aplicó un modelo de autogestión. Pelé, Carlos Alberto y Gérson aprovecharon el vacío de poder para erigirse como líderes y el equipo se rediseñó a sí mismo. La herencia que había dejado Saldanha no tardó en desaparecer. El cambio más drástico fue el papel de Rivelino, que pasó de estar relegado al banquillo a ser titular indiscutible. El jugador del Corinthians encontraría su sitio en la banda izquierda, actuando de enganche escorado a la banda. Gerson y Pelé se moverían por el territorio del diez, mientras que Jairzinho partiría de la banda derecha, pero debería dejarse ver por la posición de nueve. Faltaba por encajar a Tostao.