Histórico
9 marzo 2014Jesús Camacho

Arthur Friedenreich, el goleador mulato

En el año 1994 Víctor Manuel y Ana Belén editaban y sacaban a la luz el creativo y exitoso álbum “Mucho más que dos”. De entre las muchas canciones que compusieron aquel disco, recurro a una de ellas para introduciros a una nueva y apasionante biografía histórica. La canción en cuestión es “La Muralla” y en la personalísima voz de Víctor y la aterciopelada magia del armonioso timbre de Ana, suena un poderoso mensaje basado en el  movimiento de lucha y resistencia pacífica para la obtención de la igualdad. Estrofas tan significativas como: Para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos, los negros sus manos negras, los blancos sus blancas manos. Tun tun, ¿quién es?, una rosa y un clavel, abre la muralla.

Murallas que se construyen, se cierran, se abren y se destruyen, manos negras y manos blancas para una canción que encaja a la perfección en el perfil histórico de la primera gran estrella del fútbol brasileño. Su nombre Arthur Friedenreich, un mulato de ojos claros que logró “devorar” muchos de los prejuicios y vetos existentes hacia las personas de color en el deporte de aquella época en Brasil. Aquel que con su talento de nuevo cuño, rompió numerosas barreras en un fútbol que hasta ese momento era coto privado de los “blancos”.

Arthur, se encargó de abrir y derribar murallas, cerradas para la multirracialidad indígena y africana, y sobre las que floreció el talento natural del futbolista brasileño.  La fusión de rasgos biológicos y culturales,  que produjo una miscegenación de lo indígena, lo negro y lo blanco.  En su caso concreto una historia que arranca un 18 de julio de 1892, un año después de la abolición de la esclavitud en Brasil, cuando en Sao Paulo llegó al mundo un niño fruto de la unión de Óscar Friedenreich, inmigrante alemán, con Matilde, lavandera negra e hija de esclavos. Un garoto que ya con solo ocho años llamaba la atención por su destreza con las pelotas de trapo por la rúas de San Pablo.

Aquel chaval que siendo estudiante del Mackenzie College comenzó a despuntar en el equipo del barrio Bexiga. Joven al que aquellos ojos verdes, que heredó genéticamente de su padre, le abrieron la muralla de un mundo prohibido a sus iguales. Unos ojos de tigre que llamaron poderosamente la atención en un chico de piel mulata como él, y que junto a la intervención de su padre -que le llevó al Germania- le permitieron la posibilidad de cumplir un sueño que otros muchos chicos de raíces indígenas, africanas y rasgos negroides no pudieron alcanzar. El joven Arthur tuvo la posibilidad de jugar primero en el Germania (club de la colonia alemana y la alta sociedad paulista), luego en el Ipiranga y por último en el Paulistano, conjunto en el que se convertiría en el mejor futbolista brasileño de la época.

Nos remontamos a la primera década del siglo pasado, en la que la igualdad brillaba por su ausencia. Tiempos en los que ser de determinado color o raza era considerado como un claro signo de inferioridad. Incultura pura y dura, de la que un siglo después  aún existen muchos vestigios en el mundo actual. Fried, como también le conocían, en ese sentido fue un privilegiado, pues jugaba con las altas esferas sociales del fútbol paulista, pero nunca se sintió formar parte de ellas, y mucho menos de sus conceptos de exclusión racial. Es más, él mismo tuvo que recurrir a mojarse, engominarse y echarse el pelo hacia atrás, para parecer blanco y así evitar problemas de integración. Rocambolesca historia que vivió su capítulo más cómico cuando a comienzos de 1919, Epitafio da Silva Pesoa, asumió la presidencia de la República, y tomó la xenófoba medida de prohibir a cualquier persona de color integrar alguna selección nacional. Una medida que adoptó, según adujo, por miedo a que durante la disputa del Campeonato Sudamericano que Brasil organizaba ese año, tildaran a su pueblo de “macaquitos”.

Desafortunadísima medida, pues el presidente de la República había obviado que el máximo exponente del fútbol negro era la figura de la selección brasileña, por mucha gomina y pelo para atrás que se colocará. Fried constituía la primera muralla derribada del fútbol mulato, del fútbol negro. El primer paso hacia la miscegenación racial, social y deportiva que convertiría al futbolista brasileño en uno de los más talentosos del planeta. Friedenreich atravesaba a sus rivales con la genética alemana de sus ojos de tigre y derribaba murallas con la genética de la lavandera negra que le había dado la vida. Un atacante de estilo tradicional e impetuoso, pero dotado de matices geniales que le diferenciaron del resto. Escurridizo, de fintas cortas y la agilidad de sus antepasados africanos en la llanura.

Conquistó la Copa América en dos ocasiones, en 1919 y 1922. y se convirtió en uno de los jugadores con más internacionalidades (22), en una época en la que apenas había partidos internacionales. Precisamente y de aquellos Campeonatos Sudamericanos se recuerda especialmente un enfrentamiento entre Brasil y Uruguay, que solo pudo resolverse tras casi tres horas de partido por una acción genial de Fried, que de volea hizo el gol de la victoria. Una acción que el defensa Zibecchi resumió así: “Ni la fatiga le vence”. Por ella, al término del partido, la prensa uruguaya le apodó como “El Tigre” y el futbolista fue llevado en volandas desde el barrio de Las Laranjeiras hasta el centro de Río. Un acontecimiento que quedó plasmado musicalmente en un trabajo de Pixiguinha titulado “Um a Zero”.

Esta, la historia de un mulato que sorprendió al mundo en 1925, cuando en una gira europea con el Paulistano, fue apodado en París por L’Equipe como: “Le roi dos rois”. Ganador cinco veces del Campeonato Paulista, un futbolista que dejó una profunda huella en todos los equipos en los que militó, especialmente el Paulistano, conjunto en el que fue máximo goleador en 1917 y en el que se consagró tetracampeón en 1919. Luego con la fusión, con el Sao Paulo, le dio al tricolor paulista el título de 1931.

Toda un leyenda, sobre el que circulan numerosas anécdotas. Cuentan las crónicas de aquel fútbol huido, que en cierta ocasión militando en las filas de Sao Paulo, el conjunto paulista era incapaz de perforar la portería de Guaraní, llegando a la segunda mitad con empate a cero en el marcador. Fue entonces cuando  un torcedor llamó a Friedenreich para prometerle un “conto de reis” (moneda brasileña) por cada gol que marcara. Acto seguido comenzó a hacer goles, y cuando ya llevaba tres. el aficionado le pidió que parara, pero llegó a hacer incluso un cuarto gol para ruina del torcedor desesperado.

Existen estimaciones que apuntan a la posibilidad de que llegara a marcar más de 2000 goles en su carrera deportiva, pese a que la FIFA lo nombró máximo goleador de la historia del fútbol con 1239, una cifra que corresponde con los encuentros que jugó, pero que posiblemente no corresponda al número de goles, puesto que se sabe a ciencia cierta que marcó muchos más (marcaba casi siempre más de un gol por partido) pero los registros oficiales se perdieron.

No así su leyenda, la de Arthur Friedenreich, considerado como el mejor jugador de la historia del fútbol amateur brasileño. Un futbolista que con sus manos negras y su blanca mirada, jamás se cansó de abrir y derribar murallas. Todo un genio que encontró en Flamengo a su último club, donde jugó hasta 1935, cuando a la edad de 43 años, un Tigre de ojos verdes, apariencia de blanco y talento mulato, colgó las botas y derribó la muralla de la discriminación racial sin que los intolerantes de su época casi se percataran.

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