Histórico
23 enero 2011Jesús Camacho

Alberto Onofre, torneando el fútbol

Del duro pedregal y los terrenos baldíos de El Fresno -Jalisco- surgió en la década de los sesenta y setenta uno de los mayores iconos de historia de las Chivas Rayadas Situado en la estela mágica trazada por mitos del fútbol mexicano como Benjamín Galindo y el genial campeonísimo Héctor “el Chale” Hernández, en aquellos llanitos situados a dos o tres cuadras de su casa fue torneándose al ídolo, aquel cuyo pie fue besado por la diosa del viento como magistralmente definió Galeano. En un fútbol de otro tiempo, surgido de una familia pobre en la que todos sus miembros tuvieron que trabajar desde muy jóvenes para encontrar su sustento diario.

Su nombre Alberto Onofre y desde los seis años acostumbró a todo aquel que le acompañaba con un balón en un radio de 360 grados, que aquel objeto esférico en parte le pertenecía y no podía cobrar vida sin antes pasar por sus botas, instante mágico en el que Alberto torneaba el fútbol a su antojo, con un movimiento de corte en el que aquella pieza giraba rotacionalmente sobre él. Y es que como en los movimientos del torno, Onofre, “el genio breve” -como lo llamó Juan Villoro- era el eje principal a través del que se generaba el fúbol, con su movimiento de avance en combinación con el giro y la profundidad de pasada.

En definitiva cuando Alberto entraba en contacto con el balón no hacía otra cosa que desarrollar los dos oficios que había estado aprendiendo desde que tenía uso de razón, el de futbolista y el de tornero. En sus botas la dureza del terreno baldío, del potrero, con toda su inmensidad y pequeñez. Y en su cabeza las reprimendas y palizas de su padre más los cinco componentes que conforman las partes principales del torno: el cabezal principal, la bancada, la contrapunta, el carro y la unidad de avance.

De esta forma moldeaba el fútbol a su antojo y se convertía en pieza indispensable de una maquinaria que según cuentan las crónicas de la época comenzó a fabricar un espectáculo nunca visto con anterioridad en la historia del fútbol mexicano. Un fútbol surgido de la personalidad de un chico torneado por los siete campos de pura lija de La Luz y la influencia de los que siempre consideró como grandes ídolos: Tubo Gómez, el Tigre Sepúlveda, el Bigotón Jasso, la Pina Arellano, el Jamaicón Villegas, el Chololo Díaz, Chava Reyes, Héctor Hernández, el Mellone Gutiérrez, y el Chuco Ponce -que lo llevó a probar con Guadalajara-.Aquellos que marcaron época con las Chivas Rayadas y pasaron a la historia con el sobrenombre de “Campeonísimos”.

Esos mismos que le sacaban de taller de su padre para volar soñando junto a ellos sobre la cancha y por los que tantas reprimendas se llevó pese a apuntar ya un sólido futuro como futbolista. Su segundo y soñado oficio que moldeó su cuerpo a base de sacrificios y tundas de su padre con las bandas del torno. Ahí estuvo su hermano Ernesto para apoyarle y cubrirle en aquellas escapadas a hurtadillas para entrenar con Chivas, momentos difíciles que solo pudo superar gracias a su enorme pasión por el fútbol. Así hasta que en 1964 y tras superar la inflexible oposición de su padre logró debutar con Guadalajara a la edad de 17 años. De ahí en adelante el nacimiento de un genio abrió paso a una nueva generación que creció maravillada con su fútbol de toque. Un fútbol que en las Chivas Rayadas y en la selección durante al menos seis años giró entorno a su figura.

La figura de un medio de altos vuelos sobre el que el genial Juan Villoro escribió un texto titulado: “Onofre el genio breve” en el que repasó la inolvidable campaña 69/70 en la que su fútbol enamoró a todo un país que le esperaba con ilusión para el mundial que se iba a disputar de forma inminente en su país. Una selección dirigida por el Güero Cardenas que construía todo su fútbol entorno a su figura y probó futbolistas para todas las posiciones menos para la suya, en la que era poco menos que insustituible.

Quizás por ello y como muy bien describe Villoro en su magistral texto, la generación de aficionados mexicanos del año setenta conoció el nombre de dos huesos, la tibia y el peroné, porque Alberto Onofre en un choque fortuito con el defensa Juan Manuel Alejándrez, se los fracturó en el último entrenamiento antes del Mundial. Y por eso mismo en aquella ambulancia que lo trasladó desde el Centro de Capacitación al hospital, viajó herida la ilusión de todo el pueblo mexicano, que lloró aquella tarde por la tremenda desgracia de su mariscal de campo.

Especialmente triste porque aquella tarde México perdió una pieza básica para el Mundial de 1970, pero sobretodo porque desde aquel infortunio el volante jaliscience jamás volvió a ser el mismo. Y es que pese a que regresó tras dos años de inactividad, México había perdido para siempre su elegancia, su capacidad para hacer parecer fácil lo difícil filtrando como si fuera con la mano el balón entre las líneas adversarias, sus paredes de apoyo, su golpeo de balón, su inteligencia y su personalidad sobre la cancha. Con solo 27 años aquellos quebrados huesos le sacaron de su sueño y le obligaron a retirarse con el escaso palmarés de una medalla de oro en los V Juegos Panamericanos de Winnipeg en 1967, conquistada con la selección juvenil de México y el campeonato de liga 1969-70 con Chivas, pero con el profundo bagaje de llevarse un pedazo del corazón de la gente.

Hoy día Onofre regresó a aquella profesión de tornero que aprendió a sangre y fuego y heredó de su estricto padre, un oficio que le hizo derramar muchas lágrimas pero que acabó proporcionándole un modo de vida alejado de aquel sueño que le convirtió en ídolo. Un sueño que finalizó en 1970 en un quirófano, mientras era operado con el uniforme verde de la selección.

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