Histórico
30 octubre 2010Jesús Camacho

USA 94: Brasil tetracampeón

94.194 espectadores copan las gradas de “El Tazón de las Rosas” de Los Angeles, aunque en esta ocasión no para contemplar el partido final de la liga de fútbol americano sino para poner el cierre final a la Copa del Mundo de fútbol -soccer para los norteamericanos- de USA 1994.

El Mundial del espectáculo made in USA, al más puro estilo de Hollywood pero también de la efedrina de Diego, del fatal autogol de Andrés Escobar y la escasez de buen juego. Un Sol radiante recibió a Brasil e Italia cuando saltaron al césped del flamante cuenco americano, dos tricampeones mundiales con la clara intención de escenificar la revancha de la mítica final de México 70.

Los dos mejores jugadores del torneo dispuestos a pelear por la supremacía del fútbol mundial, por parte brasileña un delantero de dibujos animados llamado Romario y por parte italiana un estilista poeta del fútbol llamado Roberto Baggio y apodado “il Divino Codino”. Los condicionantes idóneos para que el fútbol viva una gran fiesta a la que todos fueron invitados menos el balón. Y es que cualquier parecido con la final de México de 1970 fue pura coincidencia, puesto que la realidad que se vivió en el histórico Rosebowl fue otra.

Carlos Parreira construyó a Brasil desde la prudencia, desde el músculo y la óptica europea de un fútbol que se alejaba cada vez más de la samba, con la firme intención de fortalecer su defensa y su medio del campo -Dunga, Mauro Silva y Mazinho-. Dejando la alegría y la creatividad en los pies de la letal pareja de ataque compuesta por Bebeto y Romario.

Por su parte Arrigo Sacchi intentó sin éxito llevar a la “azzurra” algo de la brillantez del Milán de los 80 pero acabó llevando a Italia a la final por el camino habitual. Sin brillo, con poco fútbol y gran efectividad, con un equipo que en su columna vertebral descansó en el liderazgo de Franco Baresi, el buen hacer de Paolo Maldini, más el trabajo de Berti y Dino Baggio, junto a Albertini  y Donadoni pero sobretodo en la inspiración de Roberto Baggio, que con Zola en el banquillo -el otro gran estilista del equipo- y cinco goles, fue decisivo para los transalpinos allanaran –no sin dificultades- su camino hacia la final.

De esta forma y con arbitraje del húngaro Sándor Puhl -de infausto recuerdo y al que premiaron con este partido por ignorar un codazo de Tassotti a Luis Enrique– arrancó la final. Una final que estuvo marcada en todo momento por el tedio, gran protagonista del encuentro pues ambas selecciones se preocuparon más de guardar sus espaldas y neutralizar a la estrella rival que de generar fútbol y goles.

Mauro Silva asfixió Robby Baggio y la defensa en bloque italiana se encargó de desconectar la mágica asociación arriba de la pareja Bebeto-Romario. El fútbol estuvo ausente y el gol anduvo perdido, ¡nadie hizo nada! Fue la final más aburrida de la historia y como no podía ser de otra manera concluyó con un inamovible 0-0. Tan solo una ocasión de Baggio fue digna de destacar porque a poco del final pudo haber dado la Copa a Italia, pero en aquella final el balón se sintió tan extraño que decidió abandonar su habitual cercanía para con los genios. Y es que ni aquella tarde, ni aquella final fue la del buen juego, por lo que Romario y Baggio fueron meros espectadores hasta que los penales les situaron de nuevo en primera plana mundial.

Romario cumplió en la tanda definitoria y convirtió el suyo pero cuando todos los focos apuntaron a la estilizada figura de Baggio, la presión de todo un país le estalló sobre sus hombros. Si marcaba neutralizaba la pequeña ventaja adquirida por Brasil tras la atajada de Taffarel a Massaro y el gol convertido por Dunga, pero si fallaba todo estaba perdido.

Entonces Baggio agarró la pelota con decisión pero con la mirada perdida en el azul horizonte de Pasadena, luego colocó el esférico en el punto fatídico y lo golpeó enviándolo por encima del arco, justo a aquel inmenso azul que le hizo sentir pequeño pese a su grandeza. Brasil era ya tetracampeón…

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